A los 10 minutos de cruzar la policía del aeropuerto de Hong Kong ya intuía que Hong Kong podría maravillarme. Y eso que la gente no sonríe tanto como en Indonesia.
Antes de bajarme del autobús que me llevaba del aeropuerto a mi hostal, ya había dedicido que iba a querer vivir por ahí al menos durante un tiempo.
Hong Kong es muy especial: ¡Chinos capitalistas!
En cuanto llegas ya ves cosas que te impresionan. Empezando por el enorme aeropuerto. Y cuando digo enorme, me refiero a inabarcable; aparentemente infinito.
Nada más subir al autobús, la forma más barata de llegar a la ciudad, vimos iluminarse decenas de pantallitas a nuestro alrededor, más de una por ocupante. Y hablo de iPods e iPads sobre todo. Pero también Nokias y Blackberry's de última generación. El autobús de aparente bajo presupuesto tenía Wifi incorporado.
De camino veríamos aparecer las colmenas infinitas. Matrix está inspirado en Hong Kong. A los hombres no se los cultiva pero sí se les aparca.
Después de las primeras colmenas llegan las de verdad. Edificios de 50 plantas con 20 departamentos por cada una. ¿100 familias cuantos chinos son? Yo lo he visto con mis propios ojos Neo, pero aún así no me lo creo.
Y más tarde se hizo la luz. Cuando ya entras en la ciudad quedas cegado por el neón y el led. La electricidad debe de ser gratis. Aquí, el negocio que no tiene pantalla o neón epiléptico es el que destaca. Pero no deben saberlo porque no hay ni uno de esos. Creo que las calles no tienen farolas. Y no les hacen falta.
Cuando a la mañana siguiente me recuperé de tanta lágrima emocionada, decidimos salir a la calle; la impresión cegadora mutó a la vertiginosa. Podías mirar hacia arriba sin quedar ciego, pero no desnucado: las colmenas imposibles desde la carretera eran aún más impresionantes desde la base. Te sientes minúsculo. Tu pequeñez te abruma.
A partir de ahí, los días se convirtieron en una sucesión de 'oh's y 'ah's, provocadas siempre por dimensiones imposibles, funcionamientos impensables, personas incomprensibles y textos jeroglíficos.
Hong Kong es el cénit de la humanidad. Y por eso va a la 'Lista de sitios en los que ya he decidido que quiero vivir un rato' (aquí a la izquierda).
No es barato: hay que buscar muy bien para comer gangas. Y no tener la vista sensible, porque la comida no siempre entra a primera vista. Pero sí a primer gusto, al menos para mí. Y hay que estar muy abierto a comer sopa de noodles con lo que sea.
Y vimos Budas gigantescos. Y templos budistas. Y templos chinos (cuya religión es adorar al incienso). Y centros comerciales maratonianos. Y después algunos todavía más grandes. Y luego cruzamos muchos más, porque salían hasta del metro. Y un Starbucks en cada uno además de en cada esquina. Y casi tantos McDonalds. Cientos de coches de lujo. Y un IKEA. Y muchas camisetas del Manchester United. Y un bar-restaurante-tienda del mismo. Y muchísima pulcritud a pesar de la cantidad ingente de chinos y de personas. Y tiendas y restaurantes en segundos y terceros pisos con acceso desde la calle. Y espectáculo de luces diario que implica a unos 15 rascacielos y un museo que se iluminan al son de la música visto desde el paseo marítimo con el mar por medio.
Está claro desde el primer momento que el capitalismo y por tanto el consumismo son la principal religión.
Y los chinos no sonríen. Y no saben vender, porque tienen mala leche hasta cuando estás interesado.
Si los chinos capitalistas me parecen raros, no quiero saber lo que me parecerán los comunistas.
Pero eso ya lo dejo para otro lustro que me asusto.
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